La Bandera de la Estrella Solitaria fue enarbolada por primera vez por Narciso López, en el contexto de una expedición con carácter anexionista. De ahí sus colores, idénticos a los que refleja la bandera estadounidense y que son, después de la Revolución Francesa, los colores asociados al republicanismo.

Sin embargo, Ignacio Agramonte y otros independentistas defendieron su formalización en Guáimaro, en el año 1869, como bandera de la República en Armas, porque ya había sido derramada la sangre de cubanos bajo esa insignia.

En eso yace el respeto que merece como símbolo: ofenderla es ofender a los que murieron por ella, y a los que seguimos viviendo bajo su abrigo. La bandera no es parte de la historia: es toda la Historia de Cuba hecha símbolo.

Para su defensa en el plano ideológico tenemos leyes, como la reciente Ley de Símbolos Nacionales. Para las conductas más graves está el Código Penal.

El ordenamiento jurídico internacional ampara estas normativas al reconocer como límites a la creación y expresión artística al orden público.

O sea, todos tenemos el derecho de expresarnos, pero incumplir las leyes. Y ultrajar los símbolos patrios, irrespetarlos, no es solo un acto criticable de lo ético y lo moral, sino que es una conducta antijurídica.

Somos, ante todo, ciudadanos. Y debemos respetar la ley.

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