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Primero de Mayo: cuando el sol resplandece por la humanidad

Por Pedro Etcheverry Vázquez*

Demanda por reducir la jornada laboral a ocho horas

En septiembre de 1866, durante los debates que tuvieron lugar en el Congreso de la Asociación Internacional de Trabajadores, celebrado en Ginebra, Suiza, fue proclamada una demanda con el propósito de reducir la jornada laboral a ocho horas diarias, como paso firme para lograr la emancipación de la clase obrera. Cuando se conoció la noticia, en varias naciones estallaron manifestaciones populares que fueron reprimidas por la policía y de hecho se convirtieron en verdaderas tragedias.

Después continuaron las demandas, y al cabo de dos años en los establecimientos laborales del gobierno suizo fue implantada la jornada laboral de ocho horas. Rápidamente la agitación entre los trabajadores de las empresas privadas logró tales progresos, que los empresarios se organizaron en una asociación proclamando la jornada laboral de diez horas.

Transcurrieron dieciséis años en los que no se lograron avances significativos en este sentido, hasta que en el IV Congreso Obrero celebrado en Chicago en 1884, los delegados en pleno expresaron que estaban cansados de falsas promesas y concedieron a los patronos un plazo de otros dos años para hallar una solución a su justa demanda.

Unidad sindical y lucha de clases

En el otoño de 1885, bajo el liderazgo de los dirigentes obreros norteamericanos August Spies y Albert Parson, el Sindicato Central Obrero integrado por veintidós afiliaciones adoptó la siguiente resolución:

“Queda decidido, apelamos urgentemente a la clase asalariada a que se arme, para poder emplear contra sus explotadores el único argumento que puede ser efectivo: la violencia. Y también queda decidido que, a pesar de que esperamos muy poco de la puesta en vigor de la jornada de ocho horas, prometemos firmemente ayudar a nuestros hermanos más remisos en esta lucha de clases con todos nuestros medios y toda la fuerza a nuestra disposición, siempre que continúen mostrando una respuesta clara y firme frente a nuestros opresores comunes, los aristocráticos vagos y explotadores. Nuestro grito de guerra es: “Muerte a los enemigos de la humanidad”.[1]

En febrero  de 1886, en la fábrica de maquinarias agrícolas de la compañía  Cyrus McCormick Harvester Works, de Chicago, fueron despedidos dos mil trabajadores asalariados quienes resultaron reemplazados por los denominados “rompehuelgas” —generalmente reclutados entre delincuentes comunes y vagos habituales— que actuaban en coordinación con un contingente de policías armados con fusiles. Inmediatamente diarios como el Chicago Times publicaron varios artículos apoyando a los empresarios.

El Primero de Mayo de ese año la American Federation of Labor (AFL) exhortó a miles de trabajadores a ir a la huelga, los que no tardaron en abandonar los talleres con el objetivo de reclamar sus justas demandas. A finales de ese mes, en toda la nación solo unos 250 mil obreros habían logrado que se les reconociera la jornada laboral de ocho horas.

En varias ciudades norteamericanas se produjeron manifestaciones obreras, pero en Milwaukee la represión fue tan sangrienta que nueve trabajadores resultaron baleados por la policía, mientras que los dirigentes obreros más conocidos fueron encarcelados y sometidos a innumerables abusos.

Represión y muerte

El 3 de mayo unos ocho mil huelguistas se concentraron frente al portón de la fábrica McCormick exclamando consignas obreras, y la policía acudió nuevamente en defensa de la patronal con descargas de fusiles que causaron seis muertos y alrededor de cincuenta heridos entre los manifestantes. También se reportaron decenas de detenidos.

Para protestar por esta barbarie fue convocada una manifestación para la noche del 4 de mayo en la Plaza Haymarket (Mercado del Heno), a la que asistieron unos tres mil trabajadores y sus familiares, incluyendo menores de edad. Cuando los dirigentes obreros August Spies, Albert Parson y Samuel Fielden expresaron sus alegatos, aparecieron unos 180 policías que comenzaron a disparar contra los manifestantes con la acostumbrada ferocidad con que habían actuado en ocasiones anteriores.

Un artefacto explosivo lanzado contra los agresores por un desconocido derribó a unos sesenta uniformados, entre los que se reportaron ocho muertos y varios heridos. Mientras tanto, los policías continuaron disparando, causando la muerte a varios manifestantes y heridas a unas doscientas personas.

La ciudad de Chicago fue declarada en estado de sitio, mientras la prensa convocaba a que los dirigentes obreros vinculados a estos hechos pagaran con sus vidas. Los barrios fueron tomados por las fuerzas del orden, prohibidas las reuniones, y encarcelados cientos de activistas obreros muchos de los cuales resultaron apaleados en los calabozos.

De acusados en acusadores

Durante la preparación del proceso que siguió a las detenciones fueron definidos ocho inculpados: August Spies, Albert Parson, Samuel Fielden, Michel Schwab, César Neebe, Adolphe Fischer, Louis Lingg y George Engel.

El ministerio público presentó falsas pruebas y un jurado fue cuidadosamente seleccionado como para que no se produjeran fallas en contra de los intereses de la patronal.

Cuando tuvo lugar el juicio donde se manejó la posibilidad de aplicar la pena de muerte y les concedieron la palabra a los ocho acusados, estos se irguieron en genuinos acusadores de un sistema capitalista cruel e injusto, caracterizado por el abuso de los patronos hacia los obreros, y concluyeron sus respectivas autodefensas proclamando: “¡Colgadme!”, un indudable gesto de valentía y honor que impresionó a los presentes y a un segmento considerable de la opinión pública estadounidense.

Spies, el más elocuente, expresó: “… Si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. La verdad crucificada en Sócrates, en Cristo, en Giordano Bruno, en Juan Hus, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!”.[2]

Más adelante Schwab manifestó: “Todos los días se cometen asesinatos, los niños son sacrificados inhumanamente, las mujeres perecen a fuerza de trabajar, los hombres mueren lentamente y no he visto jamás que las leyes castiguen estos crímenes… El socialismo, tal como nosotros lo entendemos, significa que la tierra y las máquinas deben ser propiedad común del pueblo. La producción debe ser regulada y organizada por asociaciones de productores que suplan a las demandas del consumo…”[3]

Por su parte Neebe señaló: “El delito que tengo es haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficios, poner de mi parte todo lo que pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo, y propagar el socialismo…Yo os suplico: ¡Dejadme participar de la suerte de mis compañeros!”

Fischer, Engel, Parson, Lingg y Fielden, los restantes cinco inculpados, también tuvieron expresiones de odio y desprecio a un sistema caracterizado por la maldad y la injusticia, que explotaba salvajemente a los obreros mientras enriquecía cada vez más a los empresarios.

Sentencia y ejecución

El 20 de agosto de 1886 sin detenerse a establecer el grado de participación en los hechos de cada uno de los acusados, el jurado solicitó la pena de muerte para los ocho trabajadores. Inmediatamente estallaron nuevas manifestaciones contra tal decisión. Entonces para Schwab y Fielden la sanción fue sustituida por la prisión perpetua y para Neebe quince años de privación de libertad, sin embargo, los tres expusieron que preferían la muerte para acompañar a sus compañeros al martirio.

El 9 de noviembre de 1886  el obrero Louis Lingg se suicidó en su celda para llamar la atención sobre la injusticia que iba a cometerse, pero su decisión no influyó en ninguno de los jueces.

Dos días después los cuatro sentenciados a muerte fueron ahorcados en el patio de la prisión de Chicago. Unos minutos antes con impresionante ecuanimidad habían ido caminando por sus propios pies hacia el patíbulo cantando La Marsellesa.

José Martí, que fue testigo presencial de aquella terrible escena, comenzó su extenso relato sobre la injusta ejecución con esclarecedoras ideas y una impresionante descripción: “Jamás, desde la Guerra del Sur… hubo en los Estados Unidos tal clamor e interés alrededor de un cadalso.”… “les echan sobre la cabeza las cuatro caperuzas”… “Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez, en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa y cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea: y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores”. [4]

Celebrar internacionalmente cada primero de mayo

Durante el Primer Congreso de la II Internacional Comunista celebrado en París del 14 al 19 de julio de 1889 —Centenario de la Revolución Francesa— fue tomada la decisión de celebrar en todas las naciones cada Primero de Mayo como justo homenaje a las luchas obreras de 1886 y especialmente a aquellos cinco trabajadores que pasaron a la historia como “Los Mártires de Chicago”.

Confirmada su inocencia

En 1892 el Gobernador de Chicago John Peter Altgeld, juez y abogado del Partido Demócrata, después de realizada una minuciosa investigación, confirmó la inocencia de los ocho trabajadores, denunciando la infamia del proceso judicial y demostrando que el fallo del tribunal había sido dictado cumpliendo órdenes de los grandes empresarios.

Al año siguiente Altgeld indultó a los tres trabajadores condenados, y a pesar del beneplácito de los círculos judiciales, la prensa dirigida desde Wall Street calificó a Altgeld de anarquista y se produjo una enérgica protesta por parte de los conservadores, lo que contribuyó a la derrota de Altgeld en sus intentos de reelección en 1896.

Odio contra la tiranía, la maldad y la injusticia

Generalmente en Estados Unidos no se conmemora el Primero de Mayo, sin embargo, en muchas naciones a escala mundial, a pesar de la represión policial, los trabajadores celebran esta fecha desfilando por las calles en demanda de sus derechos laborales, con similares convicciones a las referidas por Fielden en 1886 cuando expresó:

“Yo amo a mis hermanos, los trabajadores, como a mí  mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol resplandece para la humanidad, pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz de morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un solo minuto la llegada del venturoso día en que aquel alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.”[5]


[1] La otra historia de los Estados Unidos, Howard Zinn, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2004, págs. 193-194.

[2] Biografía del Tío Sam, Rafael San Martín, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006, pág.371.

[3] Idem 371

[4] La Guerra social en Chicago, José Martí, Nueva York, Noviembre 13 de 1887 al Director de La Nación, Buenos Aires, 1ro de enero de 1888. Tomo XI, Obras Completas, Martí en los Estados Unidos, Editorial Nacional de Cuba, La Habana, 1963, págs. 334, 354 y 355.

[5] Biografía del Tío Sam, Rafael San Martín, editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006, pág.373.

[6] Biografía del Tío Sam, Rafael San Martín, editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2006, pág.373.

Redacción Razones de Cuba

Trabajos periodísticos que revelan la continuidad de las acciones contra Cuba desde los Estados Unidos.

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