El lado correcto de las cosas
Uno de los mayores misterios en el comportamiento humano es la tendencia ciega a aceptar como ciertos algunos arquetipos establecidos como verdades absolutas. Uno de ellos es aquel que nos indica en dónde está el “lado correcto”. Con este nebuloso orden de pensamiento, cuya validez no admite contraposición, hemos construido todo un sistema moral, político y social incuestionable y rara vez sometido a juicio. De este vago concepto han derivado, sin excepción, todas las formas de violencia bélica en las cuales se ha dado por legítima su dudosa pertinencia. El más preciso mecanismo de detección de esta trampa conceptual es la respuesta inmediata a la pregunta: “¿de qué lado estás y por qué?”.
Casi sin excepción, se puede percibir la impronta del desconocimiento histórico en tan amplios segmentos de las sociedades que, prácticamente, los cubre todos. La repetición de conceptos despreciativos como forma de demonizar al enemigo elegido desde un centro de poder al cual no tenemos acceso, para colocarlo en el foco de atención como el objetivo a destruir, ha sido una estrategia altamente efectiva. De este modo se genera un sentimiento colectivo de respaldo a tácticas opuestas a la lógica tanto como a leyes y acuerdos sobre derechos humanos pero, sobre todo, se instala el factor emotivo capaz de anular la capacidad de los pueblos para cuestionar los motivos detrás de estas acciones.
¿Cuál es el mecanismo mental que nos obliga a adscribirnos a campañas que, con un pequeño esfuerzo de reflexión, rechazaríamos de manera tajante? ¿En qué etapa del desarrollo se considera válida la destrucción de una nación o el genocidio de un pueblo por motivos religiosos, económicos o geopolíticos a cuyas circunstancias no tenemos el menor acceso? Pero, lo más importante, ¿de dónde hemos obtenido la certeza absoluta de que hay un lado bueno y otro malo? Son estas las cuestiones a plantearse como un ejercicio de la más elemental sensatez, pese a que escarbar en las fuentes de información de las cuales no sabemos su confiabilidad, es un ejercicio de fuerza mayor y su acceso se reduce a unos pocos iluminados con habilidades complejas o posiciones de privilegio.
Es cuando viene al caso mencionar el desarrollo de la Inteligencia Artificial -IA-, como unos de aquellos avances espectaculares a los cuales ya nos tiene acostumbrados la industria de la tecnología. Es otro de esos brincos históricos que nos muestra -cual juego de luces- la maravilla de interactuar con una máquina capaz de responder a nuestras preguntas de modo coherente. Es decir, un pequeño brinco hacia la ciencia ficción.
La posibilidad de experimentar esta nueva herramienta, la cual funciona a partir de algoritmos, análisis de datos y reconocimiento de patrones -todo ello parte de un sistema creado por humanos- puede parecer interesante aun cuando tiene con el potencial de incidir en el establecimiento de patrones de pensamiento desde centros de decisión ubicuos, anónimos y ajenos al escrutinio público, pertenecientes a compañías poderosas con intereses particulares. El punto aquí es: ¿cuándo dejaremos de actuar deslumbrados por mecanismos desconocidos capaces de incidir en nuestro pensamiento? ¿Cuándo, por fin, seremos capaces de someter a juicio todo cuanto nos afecta?