EE.UU. y el multilateralismo: Una espada de doble filo

Estados Unidos promueve sus intereses en las plataformas multilaterales mediante el lanzamiento de candidatos para encabezar organismos globales. Una vez en las posiciones de poder, estos inciden directamente en el impulso de la agenda estadounidense.
Es necesario seguir los pasos de la Casa Blanca con relación a la muestra de sus intereses en las distintas organizaciones multilaterales donde ejerce una influencia notable.
Antecedentes de esta práctica
Según la definición de John Ruggie, politólogo austriaco, el multilateralismo «es una forma institucional que coordina las relaciones entre tres o más Estados sobre la base de principios de conducta generalizados, sin tener en cuenta los intereses particulares de las partes o las exigencias estratégicas que puedan existir en un caso concreto».
Esa visión idealista desentona con un contexto en el cual los intereses se vinculan con la coordinación y relacionamiento dentro en estas instancias. Así lo enfatizó John Mearsheimer, teórico estadounidense y padre del realismo ofensivo, al colocar en el centro del debate los intereses propios de una nación como fuente de motivación intrínseca. No en vano Estados Unidos ha fungido como actor internacional principal en el imaginario fundacional de estos componentes del sistema multilateral institucionalizado.
Poder blando como herramienta
El principal imperio del mundo articuló después de 1945 un sistema basado en reglas propias, conformadas a su beneficio. Stewart Patrick, autor del libro The Best Laid Plans: Origins of American Multilateralism and the Dawn of the Cold War, explicaba cómo la potencia superpone sus intereses propios a los globales
«Lo mejor del multilateralismo es que te permite presentarte a ti mismo como la potencia hegemónica benévola mientras ocultas tus intereses pecuniarios más estrechos, ya sabes, la liquidación de los imperios coloniales europeos, que es uno de los temas del libro en términos del apoyo de Estados Unidos a la autodeterminación nacional».
Tal actuar representa una violación de los fundamentos del derecho internacional, que deben configurar las relaciones entre Estados soberanos.
El llamado poder blando has sido ampliamente aplicado como parte de esta estrategia. El profesor Joseph Nye en The Future of Power (2011) lo definió como la confluencia del poder duro, de coerción y pagos, con el poder blando, de persuasión y atracción para poder conseguir los resultados deseados.
Durante la presidencia de Barack Obama esta propuesta se puso ampliamente en práctica. Algunos ejemplos son el acuerdo nuclear de Irán de 2015, el acercamiento diplomático con la Mayor de las Antillas y el aumento de financiamiento a la Organización de Naciones Unidas.
Con la llegada de Joe Biden a la Casa Blanca continúan el uso de métodos del smart power. En diversas intervenciones en organismos internacionales apela a la necesidad de mantener el orden internacional actual, “basado en reglas”, pero nunca alude a los principios del derecho internacional.
La Estrategia de Seguridad Nacional vigente también promueve acciones en este sentido, con el concurso de “aliados y socios en todo el mundo”. Dando continuidad a la tradición demócrata, bajo la careta del multilateralismo, la administración Biden impulsa el financiamiento a las organizaciones internacionales. ¿El resultado final? Capitaliza puestos claves en las mismas, principalmente hacia aquellas donde sus adversarios, China y Rusia, marcan la pauta. Esta tendencia no significa la disminución de los gastos en defensa, el “poder duro”, que continúan en ascenso.
El smart power como enfoque estratégico ha permitido a EE.UU. construir redes de influencia y ampliar sus alianzas desde distintos espacios regionales. La manipulación del tejido internacional desde las sombras permite presionar a naciones que se opongan a sus intereses que, como vemos, solo están manifestando su derecho a la autodeterminación.