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Crónica a Fidel: «El que debía vivir, vive»

La noticia nos cayó como un rayo en plena noche de recreación en la Universidad de las Ciencias Informáticas. La presidenta de la FEU subió a la tribuna, la voz apenas audible, y pronunció las palabras que paralizaron a todos: “Ha muerto el Comandante en Jefe Fidel”. Un silencio sepulcral se apoderó de la pequeña plaza de la Sala Samuel Feijoo. Era inconcebible, impensable. ¿Cómo podía apagarse tanta luz? La gente, con razón, no lo creía. Porque el pueblo, ese pueblo que lo vio llegar a la Plaza de la Revolución, sentado en el suelo, durante horas infinitas, para rendirle tributo, sabía que la luz de Fidel era eterna.

Yo estuve allí, en esa plaza inmensa, abarrotada de un mar de gente que se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Miles y miles de personas, unidas por el dolor y el recuerdo de un hombre excepcional. El Cazahuracanes, el Guerrillero, el estadista que hacía temblar los cimientos del poder mundial con su voz firme y apasionada en la ONU, defendiendo las causas justas. El hombre que tendió su mano a los más necesitados, que enarboló la bandera del internacionalismo sin fronteras, sembrando dignidad, valor y coraje en el corazón de los cubanos.

Han pasado años, y aún hoy, no hay un solo día en que no se hable de Fidel. No hay un solo día en que el pueblo cubano no recuerde a su Comandante.

«Ese era un caballo», dicen los hombres, con una mezcla de admiración y gratitud en sus voces. Esa frase, sencilla y concisa, resume la esencia de su liderazgo: la humanidad, la capacidad de ser uno más entre la gente, y a la vez, la inmensa responsabilidad de liderar una Revolución y defenderla contra un enemigo implacable.

Su grandeza radicaba en su excepcional pedagogía: Explicaba los desafíos con una claridad que parecía magia, comprendiendo las complejidades nacionales e internacionales con una lucidez asombrosa. Su capacidad de informarse y procesar datos a una velocidad vertiginosa, superando a menudo a los expertos, era simplemente excepcional.

Si el pueblo lo bautizó simplemente como Fidel, obviando títulos y jerarquías, si se ofreció una y otra vez «pa’ lo que sea», fue porque en él se reconocían. No solo por su estatura moral e intelectual, por su figura mítica e inigualable, sino porque representaba lo mejor de Cuba.

Como Martí, Fidel encarnó las raíces más profundas de la nacionalidad cubana: el amor incondicional a su pueblo, la perseverancia ante la adversidad, la valentía frente a los enemigos de la Patria. La cubanía, ese concepto tan complejo y profundo, se hacía tangible en su persona.

Después de abrazar el destino de su Isla, Fidel nunca pudo ser un hombre anónimo, observando desde una esquina. Sus misiones lo exigían estar en el centro, y su presencia, ya fuera en el podio o en una simple conversación, aliviaba y enardecía a la vez. No buscó la gloria, porque sabía que la mejor forma de perpetuar las ideas es sembrarlas en el alma de las nuevas generaciones, permitiendo que renueven y florezcan.

No necesita monumentos. Fidel está en cada esquina, en cada calle, en la gente, en sus alegrías y sus penas, en lo mejor y en lo peor de nosotros. En la crítica constructiva y en el orgullo de ser cubanos. El que debía vivir, vive. Fidel está en todas partes.

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