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Un grito de guerra para todos los tiempos

Cuando las convicciones son profundas en el sentir de los hombres íntegros y el anhelo de un país corre por sus venas, no existen peligros que amedrenten sus bríos.

Solo así se puede entender la descomunal voluntad de aquellos 82 expedicionarios liderados por Fidel, quienes apenas tres días después del desembarco azaroso por Los Cayuelos –y luego de una caminata lenta y fatigosa– agigantarían la epopeya del Granma con su bautismo de fuego. Corría el 5 de diciembre de 1956.

Ese día el escenario era conmovedor. En un monte ralo e inhóspito del sitio conocido como Alegría de Pío, en el actual municipio granmense de Niquero, los bisoños rebeldes trataban de aliviar la fatiga, la sed, el hambre y las heridas de los pies antes de continuar rumbo a la Sierra Maestra.

Al atardecer de esa jornada, pasadas las 4 y 30 p.m., un disparo quebró el silencio, y en apenas segundos sobrevino «un huracán de balas» unido a una «lluvia de fuego», provocada por la aviación enemiga, que tomó por sorpresa a los combatientes.

El desconcierto ocasionó el fraccionamiento de la tropa en 28 grupos, y con la dispersión llegó el primer revés del naciente Ejército Rebelde. También allí, sobre el suelo amado, se derramaba la sangre valerosa de los primeros mártires: Humberto Lamothe Coronado, Carlos Israel Cabrera Rodríguez y Oscar Rodríguez Delgado.

Sin embargo, en medio de la balacera y ante el llamado de los soldados batistianos a la rendición, un grito reafirmaría la decisión de lucha de los revolucionarios: «¡Aquí no se rinde nadie…!».

Aquel grito de guerra, que volvió a levantar la moral de los rebeldes, se multiplicó luego en el bregar histórico de un pueblo que, frente a las más adversas circunstancias y amenazas de todo tipo, ha seguido enalteciendo esa resolución irrevocable de no rendirnos.

Redacción Razones de Cuba

Trabajos periodísticos que revelan la continuidad de las acciones contra Cuba desde los Estados Unidos.

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