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¿Quién paga?

La reciente propuesta de un senador estadounidense de eliminar los viajes y las remesas a Cuba no es más que otro ladrillo en el muro de una política anticubana que, lejos de buscar soluciones, perpetúa el sufrimiento y la división. Este senador, cuyo nombre apenas importa porque es solo un engranaje más en la maquinaria del desprecio, clama por medidas que no solo ignoran la realidad del pueblo cubano, sino que desprecian el lazo humano que une a las familias a ambos lados del estrecho de Florida.

¿Qué sabe él de Cuba? Probablemente nada. Quizás ni siquiera ha visto la isla desde la ventanilla de un avión, mucho menos ha sentido el peso de su historia o el calor de su gente. Sus palabras no reflejan el dolor de una madre que espera la visita de su hijo, ni el alivio de un hogar que depende de una remesa para comer.

Reflejan, en cambio, la frialdad de quien ve en Cuba un tablero político y no una nación viva.

Las remesas no son un regalo del cielo ni una limosna del imperio; son el fruto del sudor de quienes, estando lejos, no han olvidado a los suyos. Es dinero ganado con esfuerzo, a veces en trabajos que nadie más quiere, y que llega a manos de abuelos, hermanos, primos, amigos. Es un acto de amor, de resistencia, de dignidad. Prohibirlas no es solo un ataque económico; es un intento de cortar las venas que mantienen vivo el vínculo entre los cubanos de aquí y los de allá.

Y los viajes, ¿qué son sino el derecho elemental de pisar la tierra donde nacieron tus raíces, de abrazar a los que llevan tu sangre, de mirar a los ojos a quienes la distancia no ha borrado de tu corazón? Decir «vivan sin eso» es fácil desde un escritorio en Washington, pero es una sentencia cruel para quienes ya han soportado demasiadas separaciones.

Claro que hay quienes argumentan: «Antes no querían saber de ellos». Y es cierto, el pasado está lleno de heridas, de rechazos, de puertas cerradas en ambas direcciones. Pero aferrarse al «antes» es condenarse a un rencor estéril. El presente exige otra cosa: sanar, tender puentes, dialogar. No se trata de borrar los errores —que los ha habido, y muchos, porque nadie es infalible—, sino de rectificar, de aprender, de avanzar. Sin embargo, los extremistas de ambas orillas, cegados por el odio y las raíces de la amargura, prefieren mantener la fractura.

Son ellos los que alimentan este chiquero político, donde el sufrimiento del pueblo cubano se usa como moneda de cambio para agendas que nada tienen que ver con su bienestar.

¿Y quién paga el precio? La familia cubana. La que está en la isla, esperando una carta, un paquete, una voz al otro lado del teléfono. La que está fuera, trabajando incansablemente para no soltar ese hilo que la une a su origen. Porque el vínculo de la sangre no lo rompe ninguna ley, ningún senador, ninguna política. Ni aquí, ni allá. Propuestas como esta no solo son un error estratégico; son una afrenta moral a la esencia misma de lo que significa ser cubano: la resiliencia, el amor, la unión a pesar de todo.

Mientras haya quienes crean en la familia, en la reconciliación, en el poder de tender la mano, ninguna prohibición podrá apagar esa llama. Cuba no necesita más desarraigo; necesita que la dejen ser, que la dejen vivir, que la dejen amar.

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