Los jóvenes que sí están
Los últimos tres años han transcurrido como una guerra devastadora para el planeta y, para Cuba, con daños multiplicados por un millón, debido al recrudecimiento del bloqueo con las 243 medidas dictadas por el gobierno de Donald Trump y mantenidas hasta la fecha por la administración Biden.
Cuando la pandemia había consumido el último reducto de recursos del país y nos había hecho crecernos ante un enemigo invisible y mortal, tuvimos que volver a levantarnos frente a accidentes que en su momento nos parecieron sucesos insólitos o acaso un castigo divino lanzado desde algún lugar.
Así, los cubanos lloramos a las víctimas de la explosión del Saratoga y rezamos en coro silencioso de millones por el fin de las llamas en la Base de Súper tanqueros de Matanzas.
Y en medio de tanto caos, de tanta incertidumbre, de tanto miedo y de tanta tristeza, lo común nos hizo siempre pensar que saldríamos, que seguiríamos, que volveríamos a la normalidad: y eso común, allí donde el dolor era más fuerte muchas veces que la esperanza, fueron las decenas y cientos de jóvenes que dijeron ¡Presente! aún por encima de la cruda realidad que incluía, quizás, no volver a casa.
La llegada de la COVID-19 movilizó a la juventud cubana de oriente a occidente; sin importar procedencia académica, muchos se convirtieron en enfermeros de emergencia en centros de aislamientos, en acompañantes de ancianos que ya son abuelos de muchos, en guardianes permanentes de la seguridad de niños, embarazadas y enfermos, en vigilantes insomnes por salvar lo más preciado: la vida.
Pero la pandemia también tuvo jóvenes guerreros que lucharon contra ella desde laboratorios y centros de ensayo, porque las Soberanas, Abdala y Mambisa tienen sangre joven corriendo por sus venas, porque ser precisamente joven con menos experiencia investigativa que otros consagrados, no les impidió jornadas de estudio de días que se transformaban en noches, para al final: literalmente salvar a un país de las garras de la muerte.
Aquel viernes común y cotidiano del pasado mayo, nos trajo de nuevo la zozobra: el Saratoga se convirtió en un esqueleto sombrío e inerte, como esos edificios que inundan las imágenes televisivas de las guerras en Medio Oriente, tan lejanas, tan ajenas para nosotros.
Allí, de nuevo jóvenes manos cargaron escombros, acunaron a niños y ancianos, enfrentaron el riesgo de otra posible explosión, pero volvieron a entrar a la zona de peligro, una y otra vez, porque la voluntad se impuso al temor y el deber estuvo por encima de todo.
Otros muchachos llegaron en ambulancias, en guaguas, en taxis, se acercaron al lugar y extendieron su mano a quienes sintieron y sufrieron el terror de lo casi increíble en carne propia.
Tres meses después, la tragedia sacudió nuevamente a la familia cubana. Otra vez un viernes fue fatídico preludio de desgracia y de dolor: Matanzas lloraba ante la negra columna de humo que se alzaba cruzando su bahía y toda Cuba volvía a otra madrugada de vigilia, que iniciaría días de lucha incesante contra el fuego que consumía la Base de Súper tanqueros y amenazaba con destruir más, mucho más de lo que se llevó.
Vestidos de bomberos, en una lucha desigual del hombre contra las llamas, la juventud cubana, esa que algunos dicen que no está, estuvo, con heridas en el cuerpo y también en el alma, hasta que el siniestro murió bajo esas manos que nunca se rindieron, a pesar de los compañeros que no regresaron, a pesar del llanto de madres, abuelas y esposas que suplicaron una y mil veces.
Porque el joven cubano sí está y se crece ante la cizaña de viejos enemigos, ante inclemencias de la naturaleza, ante egoísmos que intentan empañar su futuro, ese que muchos queremos construir en esta tierra, a pesar del viento en contra.