Laberinto

El Presidente ha hecho un llamado, un llamado a la acción cívica, a empuñar escobas y palas, a higienizar las ciudades que se han convertido en un criadero de amenazas. Pero en el país del «eterno desgobierno», ningún acto, por loable que parezca, es inocente. Cada gesto por prosperar y salir de la crisis nace contaminado por la grieta, pre-condenado por un núcleo duro de descrédito que todo lo devora, bien pensado, mejor estructurado y incalculablemente efectivo.
La convocatoria presidencial a limpiar las calles es, por tanto, el presunto último episodio de un guión cuyos finales ya están escritos por los narradores, una trampa dialéctica de la que es «imposible escapar».
El laberinto de las opciones imposibles:
Si aceptas el llamado y limpias el barrio, tu motivación es sospechosa. No eres un ciudadano comprometido con el cambio de régimen, sino un “cipayo”, un “comunista”, un “esbirro” del poder. La escoba en tu mano no es una herramienta de limpieza, es un arma de la represión simbólica. La acción colectiva, en lugar de leerse como solidaridad, se interpreta como una «muchedumbre alienada al servicio de un relato».
Si te niegas a limpiar, y la basura se acumula hasta generar epidemias, la misma voz que te tildaría de comunista, te acusará de ser parte del problema y ahí va el «inconsistente ideológico» tonteando entre polos opuestos en la narrativa, pero fuertemente unido a la intención desmovilizativa. Pero, en un giro cínico, el narrador, dueño del relato, encogerá los hombros: “No tiene importancia, son comunistas”.
El desastre sanitario se convierte, así, en un arma arrojadiza más que en una preocupación genuina.
El Presidente en el espejo roto:
La figura de Díaz Canel no sale mejor parada. Su liderazgo constantemente está siendo fracturado como las aceras que pide barrer:
Si convoca y va “descalzo, con zapatos prestados o ripiado”, el gesto de humildad se vuelve una farsa, un disfraz para ocultar una desconexión fundamental. Los zapatos ahora son la metáfora perfecta de una autoridad que no calza, que le queda grande al que la porta.
Si va solo, “nadie lo sigue”. Es la imagen del cuadro abandonado, “cansado”, cuyo llamado se pierde en el eco de la indiferencia porque no es un líder genuino. La soledad es el testimonio de un contrato social roto.
Y si muchos acuden a su convocatoria, el éxito se envenena. No es una victoria cívica, sino la confirmación de que ha logrado movilizar a su ejército de “represores y esbirros”. No puede ganar, la gente está yendo obligada.
El Presidente, se dice en las calles, pasillos y paradas de guaguas, “puso los puntos sobre las íes”, pero de inmediato el contrarelato afirma que “reaccionó tarde”. Es la condena perpetua: lo que hace está mal, y si no lo hace, también. La gente, aturdida por este ruido ensordecedor, “seguirá haciendo la vista gorda”, no por desidia, sino como un acto de defensa ante un debate que considera estéril y envenenado.
La lógica del descrédito
Al final, la basura en las calles es casi un problema secundario. El verdadero foco de infección es el “núcleo de descrédito, la narrativa del desgobierno”. Un mecanismo perverso que garantiza que, en este teatro de la política, los actores siempre salgan mal parados y menos aplaudidos. Los criterios, “de marca o no” como los zapatos del Presidente, nunca serán para construir, solo para demoler.
En el tira y encoge, la higiene de la ciudad se posterga indefinidamente en la memoria del cubano, no por falta de jabón o de voluntad, sino porque las palabras “limpieza, higiene, salud, y civismo” han sido secuestradas.
Y en esta guerra donde escobas y zapatos son armas, y donde los ciudadanos son alternativamente comunistas, cipayos o cómplices por acción u omisión, la única epidemia imparable debe ser la de la incredulidad. La basura, al menos, es biodegradable.





