El Nazismo y el Fascismo como expresión de la naturaleza humana: Un análisis de su resiliencia histórica

La historia del siglo XX estuvo marcada por el ascenso y la caída de regímenes totalitarios como el nazismo y el fascismo, cuyos crímenes siguen siendo una huella indeleble de la capacidad humana para la destrucción masiva. Tradicionalmente, estas ideologías se han explicado como productos de condiciones socioeconómicas específicas: crisis económicas, humillaciones nacionales o tensiones de clase. Sin embargo, una perspectiva alternativa sugiere que su origen y resurgimiento no dependen únicamente de factores externos, sino de tendencias intrínsecas de la naturaleza humana: la violencia tribal, el miedo al otro y la sed de poder. Este ensayo argumenta que el fascismo y el nazismo son manifestaciones cíclicas de rasgos psicológicos y culturales latentes, activados por contextos oportunos y explotados por élites que buscan consolidar poder.
Desde la antropología evolutiva, autores como Yuval Noah Harari (2011) han señalado que la formación de grupos identitarios es una estrategia ancestral para garantizar supervivencia. Sin embargo, este tribalismo también conlleva la exclusión violenta del «otro». Estudios psicológicos, como los experimentos de Solomon Asch (1951) sobre conformidad, revelan que los individuos tienden a alinearse con mayorías, incluso contra su juicio personal. Esto se agrava bajo presiones sociales, como demostró Stanley Milgram (1963) al evidenciar que personas comunes pueden infligir dolor si una autoridad lo ordena, y se sostiene en el contagio de la violencia por miedo. Estos rasgos no son anomalías, sino componentes de una psicología colectiva que, en ausencia de frenos éticos, normaliza la crueldad.
Hannah Arendt, en Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal (1963), profundizó en cómo individuos aparentemente normales pueden cometer atrocidades cuando se despersonaliza a las víctimas y se ritualiza la obediencia. El nazismo no solo explotó el antisemitismo histórico europeo, sino que canalizó una pulsión humana hacia la simplificación de conflictos mediante chivos expiatorios, un mecanismo que René Girard (1972) vinculó a la violencia fundacional de las sociedades.
Aunque la crisis hiperinflacionaria en la Alemania de Weimar (1923) y el desempleo masivo durante la Gran Depresión (1929) son citados como detonantes del nazismo, estos factores no explican por sí solos su éxito. Fritz Stern, en The Politics of Cultural Despair (1961), demostró que el terreno cultural alemán ya estaba fertilizado por mitos nacionalistas y antisemitas, como la leyenda de la «puñalada por la espalda», que culpabilizaba a judíos y socialistas de la derrota en la Primera Guerra Mundial. En contraste, países como España, tras el desastre de 1898, enfrentaron crisis económicas profundas sin caer en fascismo hasta que una narrativa de «unidad patriótica» fue impuesta por la fuerza décadas después (Carr, 1966).
Esto sugiere que las crisis no generan fascismo por defecto, sino que activan predisposiciones culturales. Como señaló Wilhelm Reich en Psicología de masas del fascismo (1933), el autoritarismo florece cuando se combina el miedo colectivo con la promesa de restauración del orden. El fascismo, en este sentido, no es una ideología coherente, sino un «contenedor vacío» que adapta su retórica para explotar ansiedades específicas (Eco, 1995).
La resiliencia del fascismo radica en su capacidad para reinventarse. En los años 30, se presentó como defensor de la pureza racial y el destino nacional; en el siglo XXI, adopta máscaras como el nacionalismo identitario o la defensa contra «invasiones» migratorias. Cas Mudde (2019) identifica en movimientos como el Fidesz húngaro o el Brexit británico una retórica similar: la construcción de un «nosotros» amenazado por fuerzas externas (inmigrantes, globalismo). La teoría conspirativa del «gran reemplazo», difundida por figuras como Renaud Camus (2012), ejemplifica cómo el miedo al otro se actualiza para justificar políticas exclusionarias.
Las tecnologías modernas amplifican estos mensajes. Según un informe del Instituto Reuters (2021), las redes sociales facilitan la viralización de discursos de odio mediante algoritmos que priorizan el engagement sobre la veracidad. Este fenómeno, analizado por Zeynep Tufekci (2017), muestra cómo plataformas digitales pueden funcionar como cámaras de eco, polarizando sociedades y legitimando narrativas extremistas.
La historia confirma que el fascismo y el nacismo resurgen bajo nuevas formas. Tras la Segunda Guerra Mundial, América Latina vivió dictaduras como la de Pinochet en Chile, que replicaron tácticas de control social inspiradas en el nazismo, bajo la doctrina de seguridad nacional (Koonings y Kruijt, 1999). Actualmente, líderes como Jair Bolsonaro en Brasil o Viktor Orbán en Hungría han normalizado discursos excluyentes, utilizando tácticas como la estigmatización de medios críticos o la judicialización de opositores (Levitsky y Ziblatt, 2018).
Estos casos no son anomalías, sino señales vociferantes de que las democracias son frágiles. Timothy Snyder, en Sobre la tiranía (2017), advierte que la complacencia ante la erosión institucional facilita el autoritarismo. La educación crítica, como propuso Paulo Freire en Pedagogía del oprimido (1968), es esencial para desarmar narrativas simplistas. Además, la memoria histórica, como sostiene Tzvetan Todorov (2000), actúa como antídoto contra la repetición de atrocidades.
Cuidado humanidad, el fascismo y el nacismo no son fantasmas del pasado, sino una posibilidad latente en constante. Su recurrencia se explica no solo por contextos socioeconómicos, sino por la explotación de rasgos humanos profundos: el tribalismo social, el miedo a los otros y la sed de dominación. Combatirlo exige reconocer que el mal, como señaló Primo Levi, no es ajeno a la condición humana, sino que «acecha en los pliegues de la normalidad» (Levi, 1986) y por estos tiempos la educación no goza de buena salud a nivel global, tiene anclado en el costillar las redes digitales de infmuencias.
La defensa de la democracia, por tanto, no puede limitarse a reformas estructurales; requiere una lucha constante por la ética colectiva, la educación en empatía y la vigilancia ante los discursos que dividen en nombre de la unidad. Como escribió Hannah Arendt, en las grietas de la humanidad siempre habrá espacio para la polarización ideológica, pero también para la resistencia.
Suficiente que surja un pillo que domine el poder de la comunicación para manipular el miedo colectivo.
Referencias
Arendt, H. (1963). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal.
Eco, U. (1995). «El fascismo eterno». La Nación.
Girard, R. (1972). La violencia y lo sagrado.
Harari, Y. N. (2011). Sapiens: De animales a dioses.
Levi, P. (1986). Los hundidos y los salvados.
Mudde, C. (2019). The Far Right Today.
Snyder, T. (2017). Sobre la tiranía: Veinte lecciones que aprender del siglo XX.
Tufekci, Z. (2017). Twitter and Tear Gas: The Power and Fragility of Networked Protest.c