La pandemia, la percepción de riesgo (y después)

Una amiga nos llama desde Santiago de Cuba. “Estoy asustada.”, nos dice, “Aquí es como si hubiera una fiesta. La gente está como si no hubiera pandemia.” Para que el comentario valga la pena, debo explicar que mi amiga es médico de altísima calificación como profesional; es decir, alguien que sabe exactamente la significación y resonancia (que va a tener en casa) de las palabras que utiliza.
También puedo cambiar el escenario e incluso transformar el asombro que experimento, de manera que “afloren” dos diferencias, en el seno familiar, con par de jóvenes que parecieran no entender lo que a nuestro alrededor sucede. Uno hace planes para la fiesta de fin de semana y el otro sigue hablando de la semana próxima en el gimnasio.
La realidad de una crisis obliga a rehacer, de modo permanente, la pregunta sobre el cambio, pero en sus dimensiones temporales: lo que ya fue transformado (de modo inevitable porque pertenece al pasado), lo que está siendo modificado ahora mismo y que no hemos podido impedir y, finalmente, los pronósticos (con los datos de que disponemos) a propósito de lo que resulta más probable que vaya a suceder.
Transformar hábitos, prácticas cotidianas y rutinas que se convirtieron en costumbres, es un desafío enorme, pero en estados de pandemia no hay otra solución. Necesitamos, es imperativo, expandir e insistir en la idea de que los usos del espacio público tienen que venir acompañado de una conciencia clara acerca del valor de la vida humana propia y, junto a ello, del peligro que corren los demás.
En una primerísima escala, las personas enfermas o con síntomas de enfermedad comprendan que deben de evitar enfermar a los otros. En paralelo, puesto que esta vez se da la circunstancia de que un alto por ciento de los contaminados sólo van a experimentar las molestias de una gripe tolerable, es deber moral de este grupo evitar la contaminación de ese grupo (de adultos mayores, diabéticos, hipertensos, cardiópatas, asmáticos) para quienes las posibilidades de sobrevivir son mucho más reducidas.
Que tal cosa suceda, que se pueda cortar las vías de transmisión de la enfermedad, depende introducir variaciones en cosas que tenemos tan asimiladas como el saludo efusivo (esos besos en el rostro, abrazos, apretones de mano, palmadas en los hombros, cercanía corporal que hoy debemos evitar), las aglomeraciones públicas (que por igual comparten el baile, la convocatoria política o la cola interminable) u otras que tendremos que aprender como el uso protector del nasabuco o el modelo de “trabajo en casa” (que estará poniendo histéricos a los burócratas, siempre más atentos a las cifras que a la vida.)
La esperanza nos hace siempre inclinarnos a la idea de que las cosas van a mejorar muy rápido y que no va a pasar mucho tiempo para que la pandemia sólo sea un mal recuerdo. La objetividad y el realismo nos avisan que también es posible que la aparición y distribución universal de una vacuna efectiva puede demorar, que entre tanto las economías van a seguir padeciendo y que las consecuencias para la vida diaria pudieran ser muy severas.
Las situaciones de crisis, como una pandemia, son terreno en el que es necesaria la presencia de un elevado activismo por parte de organizaciones sociales y políticas; ya sea en labores de convencimiento, en el estímulo a la inventiva, la creatividad y la puesta en práctica de sus resultados, la atención a los más vulnerables, las más diversas formas de mantenimiento del tejido social y curación de sus daños.
Para los que, como yo, hacemos “cultura”, creatividad e invención va ser encontrar los modos nuevos y atractivos de ofrecer “producto”, mantener el contacto con públicos y audiencias, así como desarrollar una intensa comunicación entre colegas; es decir, todo aquello a lo cual solemos llamar “la vida cultural del país”.
Este presente inédito que hoy vive la humanidad se escribe todos los días y todos los días hay que reevaluar, aprender y ofrecer respuestas.
Y tiene que ser entre todos.
Tomado del perfil de Facebook del autor