«La voz de Fidel me despertó en Playa Girón»

Cuando Zayas despertó, encorvado en el jeep Willys, ya estaba en Playa Girón. Había un enorme silencio, pensó por un momento que lo habían tomado prisionero; pero luego tocó el fusil automático liviano (FAL) que llevaba entre las piernas y en el mismo momento escuchó una voz conocida dando órdenes: era Fidel.
Tres días atrás poco había descansado, menos había comido. Lo único que lograba llevarse a la boca era la comida de guerra que habían dejado los mercenarios al retirarse de sus posiciones y un pomo de vitamina A que encontró en el bolsillo de un invasor caído.
– Zayas, ¡cuidado con eso que puede estar envenenado!
– ¡Ah, y qué voy a comer, esto por lo menos es vitamina! – y con la misma se empinaba aquel envase con agua porque, aunque fuera del enemigo, era la única agua potable que había en esa zona, el resto era salada
– Si este hombre cayó aquí no le pudo dar tiempo envenenar el agua; de todas formas, ustedes esperan que yo la tome y si me pasa algo ya están avisados.
Esa era la forma en que Rafael Zayas Abreu tomaba las decisiones. Así fue desde que participó en la clandestinidad, vendiendo bonos para reunir dinero, en huelgas estudiantiles, buscando medicamentos, alimentos, ropa, lo que fuera; incluso participó en el asalto de un camión lleno de víveres, junto a su padre, para que pudiera llegar al Escambray.
En la lucha revolucionaria se había forjado. Ahora tenía 18 años y sabía, al enterarse de los bombardeos a San Antonio de los Baños y Ciudad Libertad que le tocaría, otra vez, empinarse más, aunque fuese un soldado raso. Las palabras de Fidel en el sepelio de las víctimas del ataque las vio en la casa del capitán Francisco Cabreras, en Cienfuegos. Ese domingo también durmió con el FAL en la cama.
En la madrugada una alarma de combate moviliza a los cuerpos en Cienfuegos a la espera de una orden. Zayas no cabía en sus piernas. Alguien le avisa que dos jeeps Willys con el capitán Cabrera y otros oficiales había partido hacia Matanzas y él se encabrona: «Aquí no me quedo yo. Tengo que ir pallá»
Llama a un amigo civil que tenía una máquina propia (automóvil) y lo invita a alcanzar los jeeps. Los alcanza. Se monta con ellos y va hasta el central Covadonga, ruta para llegar a Playa Girón.
Los vecinos de la comunidad habían avistado paracaidistas mercenarios descender a un kilómetro de distancia. Zayas quería partir a revisar el terreno; él conocía todo ese lugar pues tres meses antes, en enero de 1961, había entrenado brigadas jóvenes de las Fuerzas Tácticas de Combate en esa misma zona; pero un práctico llamado Nicanor Egózcue, natural de Aguada de Pasajero, fue quien le tocó guiar a los siete u ocho revolucionarios que recién habían llegado al central Covadonga.
Al avanzar un poco él y el práctico se alejan de los demás. En ese momento se escucha el sonido de morteros, uno tras otro, también disparos. Zayas y Nicanor se acuestan en el suelo para protegerse. En ese momento Rafael Zayas siente el silbido de un mortero o de proyectil de bazuca que le pasa muy cerca, algunas partículas de los árboles le caen en el rostro.
– Oye, vámonos de aquí que los nuestros se retiraron y estamos solos –le dice Zayas al guía, pero este no voltea el rostro. Le jala el cuerpo, aún tirado en el suelo y se da cuenta que le habían arrancado parte de la cabeza.
Zayas se arrastra hasta la línea del ferrocarril y sale corriendo de ahí con todas sus fuerzas para regresar a Covadonga. Al llegar cuenta con pesar lo sucedido. Los vecinos de la comunidad se habían armado con machetes, palos, lo que fuera, para defender su central.

Allí se reúne con el comandante Félix Duque Guelmes, guerrillero de la Sierra Maestra, y esperan por el batallón 117 que se trasladaba desde La Habana, con el objetivo de avanzar al canal de Muñoz, lugar donde se había posicionado el enemigo. La batalla duró media tarde y gran parte de la noche. Fue a tiro a limpio, muchas bajas de ambos lados; pero lograron sacar a los invasores del lugar, retrocedían hasta San Blas.
Avanzan en la madrugada por una carretera muy estrecha con ciénagas a ambos lados, en fila, lo que los convertía en blanco de ataque perfecto. Rafael Zayas lo sabía. Los demás revolucionarios también. Y a medio camino, cuando el riesgo era palpable el comandante Duque grita:
– ¡Vamos a cantar el himno que estos son unos pendejos! – y todos cantaron en aquella madrugada del día 18 de abril.
En San Blas, los invasores tenían tanques, antiaéreas, ametralladoras y refuerzos: «en varias ocasiones tuvimos que replegar porque estaban mejor armados que nosotros, pero íbamos avanzando. Como no había comunicación alguna, en un momento los tanques nuestros que habían llegado a Covadonga estaban lanzando los disparos muy cerca de nuestra posición», cuenta ahora 62 años después.
La misión se la dieron a Rafael Zayas: «Toma un jeep y ve allá solo por la carretera a avisar que eleven el tiro», indicó el comandante Duque. Zayas sabía que en plena carretera podía ser detectado por la fuerza aérea del enemigo y no hubiese hecho hoy el cuento; pero en ese momento el miedo nunca puede decidir por encima de la patria.
Cumplió su misión. Armó en medio de la tierra un croquis con el jefe de los tanqueros y regresó en el jeep cargado de morteros para la contraofensiva. Por primera vez Zayas comprendía que en medio de una batalla llevar un simple mensaje es también un acto de coraje y fe.
La batalla en San Blas fue el día entero.
En la noche, de ponto todo es silencio. Otra vez le tocaría a Zayas avanzar, solo, para observar qué ocurría: así pudo avisar que el enemigo se había retirado de San Blas. El comandante Duque se monta con el capitán Cabrera y con Zayas en un jeep y llegaron a San Blas, confirmando la derrota de los invasores en este lugar.
A Zayas le tocarían a partir de ese momento otras misiones. El comandante Félix Duque había desaparecido, se creía que estaba muerto o había sido tomado prisionero. En la Sierra Maestra también lo habían dado por muerto tras una misión.
El día 19 de abril Zayas se monta en el espacio de la parte trasera de un jeep para ir hacia Playa Girón y se queda dormido después de no haber descansado en tres días, ni los tiros lo despertaron en el camino.
«La voz de Fidel me despertó. A partir de ahí yo quería estar pegado a él para protegerlo, pero Fidel no se dejaba. Iba al frente, era indetenible», recuerda Zayas Abreu.
Fidel ordenó ocupar posiciones en la carretera entre la playa y el monte para ir deteniendo a todos los mercenarios que aún permanecían escondidos. Se oían sus gritos «comandante», «Dr. Fidel Castro», «me rindo», «¿nos garantiza la vida?». Zayas seguía preocupado porque alguna bala hiriese o matase a Fidel, aunque también observaba que nadie podía contenerlo.
«La victoria estaba consumada, pero continuamos la misión el día 20 de abril, seguíamos avanzando y tomando prisioneros. En un momento sale del monte un mercenario con un reloj brillante, parecía de oro puro, un compañero nuestro le saca el reloj y lo toma para él. Fidel al verlo se bestializó y le dijo: «devuélvale ese reloj que eso no es suyo, nosotros respetamos a los prisioneros»», recuerda.

De pronto, Zayas observa que vienen avanzando desde el monte tres hombres: dos mercenarios que se rendían con las manos en alto y entre ellos, el comandante Duque venía sonriendo. ¡Estaba vivo! Fidel lo abraza y le dice: «¡coño, repetiste la historia!».
Por Pedro Jorge Velázquez