Por Manuel Valdés Cruz

Realmente creyeron que ya no quedaban reservas  en los que habían apostado por el socialismo. El imperialismo, eufórico por haber hecho estallar el campo socialista del este europeo, fijó sus ojos en la espina que tenía clavada en el Caribe, desde enero de 1959.

Era el momento ideal para llamar a la claudicación, a la entrega de los ideales por los que habían luchado más de una generación, solo faltaba el puntillazo final. Así pensaban.

Quisieron materializarlo, muy entusiastas, desde el Congreso estadounidense, el 23 de octubre de 1992, proponiendo una ley que, supuestamente, proporcionaría «la independencia» a Cuba, tal como lo hicieron en 1901, con la Enmienda Platt.

Conocida como Ley para la Democracia en Cuba o Ley Torricelli, su objetivo concreto era destruir la Revolución empleando dos vías fundamentales: la estrangulación económica, al impedir el comercio con otros países, y el apoyo a la subversión política dentro de la Isla.

Para esto establecieron la prohibición del derecho de las empresas subsidiarias en terceros países a comerciar con empresas cubanas, además de prohibir que barcos que hubieran estado en puertos del archipiélago no podrían atracar en los estadounidenses, en un periodo de 180 días.

Para el mantenimiento de la democracia, según su visión, apoyarían a los grupos de mercenarios dentro de Cuba, que debían representar organizaciones de la sociedad civil, en los que invertirían numerosos recursos para subvertir el orden interno del país.

Ambas vías se complementan porque se cerca, se demoniza todo tipo de relación económica o financiera de la nación, a fin de crear una imagen de ineficiencia del Estado agredido.

Esta sería la condición en la que aprovecharían los grupos creados y financiados por la estructura del Estado agresor, para impulsar protestas, sabotajes, actos vandálicos. Al propiciar el caos, vendrían las justificaciones de violación de derechos humanos o de falta de democracia que, con el apoyo de los medios y la opinión internacional, aprueben la deseada intervención militar, objetivo real de esta ley. Alguna semejanza con la realidad actual no es pura coincidencia.

El engendro legal de la Casa Blanca desconocía el derecho del Estado cubano, al sustituirlo por la categoría pueblo, una manipulación deliberada a todo lo largo del documento. Es injerencista, internacionaliza un acto de guerra como lo es el bloqueo, un acto que por sí solo se tipifica como genocidio.

Además, desconoce el derecho económico, comercial e internacional reconocido en los documentos fundacionales de las Naciones Unidas.

A 30 años de su promulgación, su contenido es parte de otros intentos con el mismo objetivo, como la ley Helms Burton, el «poder inteligente» de Obama, o las 243 medidas con que Trump recrudeció el bloqueo, y que han sido política de continuidad en la actual administración de Biden.

Lo común en todas es que han tenido el fracaso como destino, porque no entienden que la Revolución Cubana es diferente a otras.

«Nuestro plan ha sido enseñarnos en nuestra altura, apretarnos, juntarnos, burlarlo (al enemigo), hacer por fin nuestra patria libre», como nos enseñó Martí. La verdad y la ética son bases de la Revolución, y de la confianza del pueblo en ella, por muy duras que sean las pruebas.

El mundo lo sabe y la Asamblea General de la ONU, hace 30 años, lo reconoce también.

Tomado de Granma.

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