De la Cuba que hoy se ufana en presentar la contrarrevolución como «un país desarrollado», el censo de 1953 deja claro que el 68,5 % de los campesinos vivía en bohíos miserables de techo de guano y piso de tierra, el 85 % no tenía agua corriente y el 54 % carecía de servicio sanitario.

Solo un 11 % de las familias consumía leche, el 4 % carne y el 2 % huevos, el 44 % no sabía leer ni escribir, y, según el Consejo Nacional de Economía, 738 000 personas estaban desocupadas en 1958, de una población de poco más de 6 000 000 de habitantes.

Casi 3 000 000 de cubanos no tenían luz eléctrica, pues la infraestructura solo cubría el 56 % del país.

Al triunfar la Revolución existían 600 000 niños sin escuelas y 10 000 maestros sin trabajo. Un millón y medio de habitantes mayores de seis años no tenía aprobado ningún grado de escolaridad, apenas un 17 % de los jóvenes entre 15 y 19 años recibía algún tipo de educación y la población mayor de 15 años tenía un nivel educativo promedio inferior al tercer grado.

En las ciudades, una de cada cinco personas no sabía leer ni escribir; en el campo, de cada dos campesinos uno era analfabeto, y las pocas escuelas que existían estaban abandonadas.

Antes del 59 en Cuba solo se explotaba el 20 % de la tierra cultivable mientras se importaba el 60 % de los alimentos desde EE.UU. Más de la mitad de las mejores tierras del país estaba en manos extranjeras, y las propiedades de la United Fruit Company y la West Indian unían la costa norte con la costa sur de la antigua provincia de Oriente.

Según datos de Inter Press Service (IPS), cuando la Revolución tomó el poder, «el sector de la vivienda estaba gravemente deteriorado, debido al enorme déficit habitacional, las notables diferencias entre el campo y la ciudad, la variabilidad de los materiales usados y la existencia de cordones de pobreza en las principales ciudades, sobre todo en La Habana». Un estudio de 1953, coordinado por la Oficina del Censo de Estados Unidos, concluyó que solo el 13 % de las casas podía considerarse buenas.

Dentro de la misma capital, por un lado había un ostentoso litoral con exclusivas urbanizaciones de la burguesía, lujosos edificios de apartamentos y fastuosas residencias y, por otro, enormes zonas de barrios indigentes.

Tal inventario de argumentos, por supuesto, no conviene al comercial restaurador de los que añoran la vuelta de los 50, y los ingenuos que «se tragan» el engaño no dirán que la causa de todo era la condición de neocolonia yanqui, grave tenaza que sumía al país en los niveles más indignos del subdesarrollo, la dependencia y a merced de una satrapía de militares asesinos, funcionarios venales y mafiosos.

Tampoco dirán que la miserable realidad que padecía la Isla profunda fue lo que dio calor de pueblo a la insurgencia guerrillera que sacudió las montañas y levantó al país en una Revolución radical; esta misma de hoy, invicta, heroica, en permanente resistencia, y aspirante a una prosperidad que nos bloquean esos que la desean y la invocan, pero al costo de vender a la nación con todo y dignidad, como pasaba en sus nostálgicos 50.

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